24 de Junio de 2008
Psiquiatra, coordinador de Salud
Mental del Área 3 de Madrid y Jefe del Servicio de Psiquiatría
del Hospital Universitario Príncipe de Asturias, profesor
asociado de la Universidad de Alcalá y director del Master de
Psicoterapia de la Universidad de Alcalá, Alberto Fernández
Liria ha escrito numerosos trabajos en revistas científicas
sobre psicoterapia, rehabilitación psicosocial, intervención
en situaciones de catástrofe y violencia y la trasformación de
los servicios de atención a la salud mental. Es autor de
diversos libros entre los que aquí destacamos: La práctica de
la psicoterapia: la construcción de narrativas terapéuticas,
Desclée de Brouwer, 2001 (junto a Beatriz Rodríguez Vega);
Habilidades de entrevista para psicoterapeutas. Desclée de
Brouwer, 2002 (también junto a Rodríguez Vega) e Intervención
en crisis, 2001 (con la misma coautora).
Dicen que Alberto Fernández Liria se hizo psiquiatra para
aliviar el sufrimiento humano allá donde se produjese. Quizá
por ello un día se fue a la exYugoslavia donde fue herido por
una ráfaga de fusil.
No sé si es impertinente que manifieste aquí que hacía tiempo
que no me sentía tan conmovido por una entrevista. Tanto da
que esté en la cuarta o en la quinta relectura. Sigo con el
alma en vilo. Sé bien que todo él mérito es de Alberto
Fernández Liria, pero, déjenme robarle un 1%, sólo un
significativo 1%, y que se lo dedique a mi hijo Daniel López
Martínez. Estoy seguro, como diría Gil de Biedma (Jaime, por
supuesto), que no puede hacernos ningún daño y que, además, a
Alberto no le importa en absoluto. Gracias.
¿Tiene algún uso sensato y no hiriente el término “locura”?
¿Existen límites delimitados o zonas de penumbra acotadas
entre racionalidad y locura?
El término “locura” tiene varios inconvenientes. Uno es que se
consideraba estigmatizante. Probablemente, hoy, “locura” puede
tener hasta connotaciones positivas cosa que no ocurre con
términos como “psicosis” o “enfermedad mental”. El otro
inconveniente es, precisamente, que “locura” puede significar
casi cualquier cosa, con lo que es un término poco adecuado
cuando necesitamos ser precisos. Y para atender en condiciones
a las personas que sufren trastornos mentales, necesitamos ser
precisos.
En cuanto a los límites entre los trastornos mentales y la
salud mental, como los límites entre la enfermedad y la salud
en general, desde luego no son netos porque las sociedades
definen en función de muchos factores lo que van a considerar
“enfermedad” y lo que no. De hecho la definición de estos
límites, y por tanto de los de la actuación de los
profesionales de la salud mental, es una de las tareas que
habrán de acometerse en el siglo XXI. Pero, en esta polémica,
los límites entre la salud y el trastorno mental no se
corresponden con los la racionalidad y la locura porque el
trastorno mental sólo en muy contadas ocasiones se traduce en
una pérdida de la razón.
¿Cómo puede definirse la enfermedad mental? ¿Por qué “mental”?
¿Qué es aquí la mente?
Podríamos preguntarnos también que no es la mente o que es lo
no mental. En realidad la distinción cartesiana entre res
extensa y res cogitans, entre mente y cuerpo, lo que ha hecho
es ponernos las cosas mucho más difíciles a la hora de
entender no sólo las alteraciones de la salud mental, sino al
ser humano y a los seres vivos en general.
Decía Kraepelin, el que suele considerarse fundador de la
psiquiatría moderna, que las enfermedades mentales son
enfermedades que tienen síntomas mentales (independientemente
de cual sea su causa). Un delirium, un estado confusional
agudo, es un trastornos mental aunque su causa sea una
intoxicación, una alteración metabólica o un traumatismo. A
principios del siglo XX, Kraepelin no creyó necesario explicar
en su tratado a qué se refería el término “mental”.
Hoy el significado del término nos parece mucho menos
evidente. Los seres vivos lo son en la medida en la que son
capaces de tomar noticia del ambiente en el que viven y de
actuar sobre él de acuerdo con lo que perciben, para mantener
su existencia. La experiencia de los seres vivos de un
determinado nivel (por ejemplo un animal) resulta de la acción
conjunta de los seres vivos de un nivel inferior (en ese caso,
sus células) que constituyen su soma y orienta una acción en
la que el organismo de nivel superior interacciona como una
unidad con su ambiente. La mente sería el proceso por el que
se organiza esa acción unitaria del organismo.
Lo que caracteriza al hombre como animal es el hecho de que se
desenvuelve en un ambiente que – en palabras del biólogo
español Faustino Cordón – es un ambiente “trabado por la
palabra”. Dicho de otro modo, el ambiente de un hombre son los
otros hombres, con los que se relaciona a través de su
conducta específica, el lenguaje. Por consiguiente, su
relación con el medio se da necesariamente (o al menos en lo
que tiene de específicamente humano) a través del lenguaje.
Vivimos una realidad construida en los términos que el
lenguaje nos permite y nos impone. De algún modo vivimos las
historias que nos contamos. Y llamamos mente a ese escenario
en el que aparecen los pensamientos, las intenciones, las
emociones y las narrativas que los organizan de modo que
podemos reconocernos como nosotros mismos y reconocer a los
demás y al mundo en el que habitamos, dándoles un sentido.
Entonces, ¿cuándo podemos hablar propiamente de trastornos
mentales?
Como psicoterapeuta me sirve pensar que hablamos de trastornos
mentales en dos tipos de situaciones. En primer lugar cuando
las narrativas con las que damos sentido a nuestra existencia
no son útiles para la cooperación con nuestros semejantes
porque no son compartibles, como sucede con las de un paciente
esquizofrénico que considera que los demás pueden leerle el
pensamiento, que las ideas que le vienen a la cabeza han sido
puestas allí por otro o que cree saber a ciencia cierta las
intenciones de los demás. Es lo que sucede con los cuadros que
llamamos psicóticos. En segundo lugar cuando dominan
narrativas que producen un sufrimiento evitable, como las del
paciente hipocondriaco, que no puede vivir sin la certeza de
que alguna de sus sensaciones corporales no es signo de una
enfermedad maligna. Son lo que se han llamado trastornos
neuróticos.
Pero el primer criterio –“no son útiles para la cooperación
con nuestros semejantes porque no son compartibles”-, ¿no es
un criterio de difícil concreción? ¿Cómo podemos saber, sin
error o desvarío, que las narrativas de tal o cual sujeto no
son compartibles y que no son útiles para la cooperación con
sus conciudadanos si el sujeto no corrobora esa intuición
nuestra?
En la práctica no es muy difícil ponernos de acuerdo en que un
sujeto delira (tiene creencias que, además de no ser
compartibles ocupan un lugar central en la organización de su
modo de situarse en el mundo) o tiene alucinaciones (percibe
cosas que los demás no percibimos), como, en la práctica,
tampoco es difícil ponernos de acuerdo en que una u otra cosa
están teniendo consecuencias no deseables para él o para los
demás en la convivencia con otros. Pero, desde luego, no hay
un criterio duro. En último término hablamos de alguien que
está excluido de un mínimo consenso que consideramos
necesario. Respecto al otro criterio, tampoco hay un criterio
duro para determinar cuando un sufrimiento es evitable. Por
eso hay una discusión sobre los límites entre los trastornos
mentales llamados “comunes2 y la normalidad.
¿Por qué cree que la ciudadanía tiene, digamos, tanto interés
en estos temas? ¿Por qué los medios de inculcación de ideas,
temas e informaciones suelen cultivar con tan poco pudor estas
temáticas?
La importancia que la salud mental ha tenido en el debate
social ha sufrido variaciones muy importantes a lo largo del
siglo XX. Así, por ejemplo, la introducción del psicoanálisis
supuso una auténtica conmoción en los inicios del siglo
veinte, las aportaciones de los psiquiatras culturalistas
fueron best sellers en los cincuenta, y la voluntad de
descifrar el tipo de cuestionamiento de los usos sociales, que
encerraba la locura, lo fue en los sesenta y setenta de la
mano de los llamados antipsiquiatras, de los reformadores de
la psiquiatría o de Michael Foucault y sus secuelas.
En los años ochenta las referencias a la salud o los
trastornos mentales fuera de los ámbitos especializados
pasaron e ser meramente marginales. A la sombra de las grandes
revoluciones conservadoras, la atención a la salud mental dejó
de ser considerada un desafío para el Estado del Bienestar o
una fuente de inspiración para el pensamiento crítico para ser
contemplada únicamente como un potencial mercado en el que la
industria podría realizar beneficios.
El pensamiento psiquiátrico y la actividad de los psiquiatras
se supeditaron entonces, sobre todo, a este fin. La salud
mental dejó de ser pensada como un logro difícilmente
construido con el esfuerzo de las personas y las comunidades,
para ser considerada un estado natural sólo amenazado por
alteraciones bioquímicas del funcionamiento cerebral que se
esperaba que el desarrollo paralelo de las neurociencias
pudiera explicar e incluso fotografiar gracias a los también
impresionantes avances de las técnicas de neuroimagen.
Los psiquiatras pasamos a ser prescriptores de fármacos, y, en
todo caso, testigos y voceros de las bondades de los remedios
que se disputaban el nuevo mercado.
Hablaba usted de Michael Foucault y sus secuelas. ¿Qué
secuelas son esas? ¿No tiene usted acaso buena opinión de las
intervenciones teóricas de Foucault en este ámbito?
No, no quiero decir eso. He sido un lector apasionado de
Foucault. Textos como El nacimiento de la clínica o Historia
de la locura en la época clásica han sido importantísimos en
mi formación. Si tuviera algún reparo respecto a la obra de
Foucault, no sería, desde luego, en sus contribuciones a éste
área.
Decía lo de las secuelas, sin ánimo peyorativo, para referirme
a autores como Robert Castel. De Castel también aprendí muchas
cosas. Castel, como Foucault, a mi modo de ver ha sabido
mostrar magistralmente como los gestos cotidianos de la
atención a la salud mental reflejan los mecanismos del poder
en las sociedades contemporáneas. El problema en todo caso es
que una cosa es que los reflejen y otra que jueguen un papel
importante en sustentarlos. Sinceramente creo que el papel de
la psiquiatría y la atención a la salud mental en eso es
bastante marginal. Y que, en buena parte, el entusiasmo con
que algunos psiquiatras pretendidamente progresistas acogieron
la idea tuvo que ver con que, aunque fuera en el reverso
tenebroso, nos confería a nosotros una importancia que
resultaba un consuelo frente a la modestia que nos impone día
a día la realidad de la clínica. A mi me parece que al lado de
la escuela, la televisión, la familia, la policía o la cárcel,
la psiquiatría resulta bastante prescindible para el
mantenimiento del orden.
Y esa perspectiva de la que hablaba sigue siendo hegemónica…
Aunque esta perspectiva instaurada en los ochenta siga siendo
hegemónica, hoy, tenemos datos suficientes para sostener que
ha resultado ser un fracaso: los remedios que se suponía que
iban a ser cada vez más específicos para trastornos cada vez
más precisamente definidos, han resultado ser todo menos
específicos. Recuérdese que los ISRS, los inhibidores
selectivos de la recaptación de la serotonina (cuyo paradigma
es el Prozac), pretendían haberse convertido en la “bala de
plata” que actuaba contra lo que se suponía que era la
alteración específica de la depresión, frente a la
inespecificidad de los antiguos – y tan baratos –
antidepresivos tricíclicos. Hoy, los ISRS son el tratamiento
farmacológico de primera elección de la depresión, pero
también del trastorno de angustia, de la ansiedad
generalizada, del trastorno obsesivo compulsivo, de los
trastornos de la personalidad, de los trastornos del control
de impulsos y de otros muchos. Si tenemos en cuenta que, a la
vez, a los antipsicóticos responden los síntomas positivos de
los pacientes esquizofrénicos, los delirios crónicos, los
cuadros maníacos, los síntomas psicóticos de los trastornos
mentales orgánicos y otros, quizás podíamos pensar que, aunque
sólo fuera en consideración de lo que podemos aprender de
nuestro trabajo como clínicos prescriptores necesitaríamos
articular nuestras clasificaciones – o, mucho mejor, pensar en
la salud mental y los trastornos mentales – sobre nuevas
bases.
En los últimos años se han producido algunas señales de que
existe una nueva preocupación social por la salud mental y sus
alteraciones al menos en lo que solemos llamar el mundo
desarrollado. Sin hacer mención a la proliferación de
instrumentos de autoayuda que pretenden responder a la
necesidad subjetivamente experimentada por multitudes de
preservar su salud mental. Si atendemos sólo a las
manifestaciones institucionales encontramos que la salud y los
trastornos mentales han vuelto a ser motivo de preocupación
política al menos en Europa. Desde la Organización Mundial de
la Salud, la Comisón Europea y el Consejo de Europa se han
promovido nuevos e importantes documentos con directrices, en
base a algunos de los cuales se han firmado en Helsinki
acuerdos en los que se han comprometido los ministros de
sanidad de la Unión.
Algunos gobiernos, como el británico o los escandinavos, han
incrementado los fondos dedicados a la atención a la salud
mental y han diversificado el tipo de recursos dedicados a
ella de un modo muy significativo, tanto en lo que se refiere
a la atención a los trastornos graves como a los trastornos
comunes.
La prestigiosa revista médica The Lancet, ha dedicado una
serie de artículos haciéndose eco de todo lo anterior y
proponiendo vías de actuación a través de una serie de
artículos redactados por un llamado Lancet Global Mental
Health Group, que reúne a 38 expertos internacionales en el
tema que se hacen eco del aforismo de la OMS de “no hay salud
sin salud mental”.
Pero de estas informaciones apenas hay noticias en los media…
Los medios de comunicación de masas apenas se han hecho eco de
estos movimientos. En los medios, en este momento, lo que
aparecen son o secciones de autoayuda o noticias en las que el
trastorno metal es tratado de modo absolutamente truculento,
sobre la idea absolutamente falsa de que los enfermos mentales
son peligrosos (los enfermos mentales graves cometen, en
realidad, menos delitos violentos que los ciudadanos que no lo
son) o de que los delincuentes de cuyos actos queremos
distanciarnos son enfermos mentales, en lugar de simplemente
malvados. Probablemente porque aceptar que la maldad existe en
nuestra especia y en nuestra cultura, y buscarle una
explicación, es más incómodo que atribuir sus efectos a causas
que no tienen nada que ver con nosotros.
Déjeme hacerle algunas preguntas sobre lo que acaba de
señalar. Las dos primeras. Decía usted que si tenemos en
cuenta que, a la vez, a los antipsicóticos responden los
síntomas positivos de los pacientes esquizofrénicos, los
delirios crónicos, los cuadros maníacos y otros quizás
podíamos pensar que necesitaríamos articular nuestras
clasificaciones, o pensar en la salud mental y los trastornos
mentales, sobre nuevas bases. ¿Sugiere usted entonces que los
antipsicóticos no son efectivos para la diversidad de casos
tratados con ellos?
En absoluto. Precisamente lo que sabemos –y por eso los
utilizamos – es que son eficaces. No dudo de la eficacia de
los fármacos, sino de la utilidad de las clasificaciones.
Entiendo que las enfermedades no son, como creían a finales
del siglo XVII los primeros protopsiquiatras que fueron
enviados por el directorio revolucionario a hacerse cargo de
los hospitales de París, entidades existentes en la naturaleza
cuya diversidad se iba a manifestar ante sus ojos, mediante la
observación, como la diversidad de las especies vegetales se
había desplegado ante los ojos de Linneo. Las enfermedades
(todas, no sólo ni especialmente las mentales) son constructos
que nos sirven para predecir el efecto que pueden tener las
actuaciones de los médicos u otros sanadores sobre
determinadas formas de malestar para los que una sociedad ha
acordado conceder a quien lo sufre el rol de enfermo.
¿Y sobre qué nuevas bases deberíamos pensar entonces los
trastornos mentales?
Precisamente sobre esa. Sobre su utilidad para guiar las
actividades de sanación. La medicina (como la arquitectura o
la ingeniería) no es una ciencia, sino una tecnología (Aunque
como toda tecnología pretenda tener un fundamento científico).
Y su objetivo no es producir conocimiento sino producir un
bien social (en este caso la salud.
Llamamos enfermedad a un estado —involuntario e indeseable—
que produce un malestar frente al que una sociedad está
dispuesta a articular un procedimiento que incluye exención de
obligaciones, provisión de cuidados especiales y actividades
de sanación (en nuestra cultura, médicas) encaminadas a
resolverlo o paliarlo.
Desde esta perspectiva, la determinación de qué condiciones
van a ser consideradas como enfermedad y cuales no,
corresponde a cada sociedad. Por eso hay sociedades en las que
determinadas condiciones que en otras son consideradas
normales (y, a veces, incluso deseables) son consideradas
enfermedades.
La delimitación entre la enfermedad en general y lo que no lo
es depende, según esto, de una decisión que sería mejor
entendida como política o, en todo caso, cultural que como
resultado de una investigación científico-natural.
La distinción entre enfermedades diferentes adquiere sentido
en la medida en que sirve para poner en marcha distintos
procedimientos y para hacer predicciones sobre cuáles serán
los resultados obtenidos con estos. Los mayas saben qué deben
hacer y qué cabe esperar que suceda con los espantos, y qué
hacer con los males echados o el k’ak’al ontonil, o ek ti’ol.
Nuestras familias y nuestros médicos saben qué deben hacer y
qué cabe esperar que suceda con la varicela, y qué hacer con
el síndrome de Down, la tuberculosis o los ataques de pánico.
Por eso, aunque tengan el mismo agente causal, la varicela y
el herpes zoster son enfermedades diferentes.
Según este modo de ver las cosas, podríamos decir que en
nuestra cultura las enfermedades son constructos referidos a
condiciones en las que un individuo experimenta un malestar,
sobre el que existe un consenso en la idea de que debe ponerse
en marcha un procedimiento que incluye la intervención del
sistema sanitario, y que permiten hacer predicciones sobre las
actuaciones de los médicos.
No hay especies morbosas escondidas en alguna parte de la
naturaleza esperando a encarnarse en enfermos. No hay nada más
allá de los enfermos. Es la acción de los médicos —y los
resultados que se espera emanen de ella— la que distingue unas
enfermedades de otras. La aseveración de que un enfermo es
aquél que va al médico, es más que una tautología. No hay nada
de sorprendente en el hecho de que si queremos estudiar la
epidemiología de los trastornos mentales debamos resignarnos a
que la definición de caso psiquiátrico deba hacerse en
términos de aquel sujeto que padece un malestar ante el que
los médicos indicarían un procedimiento de tratamiento o
cuidados.
Si aceptamos esta hipótesis, lo lógico será construir nuestra
nosología mirando más a los condicionantes de la intervención
que a la observación de los síntomas.
Puede precisar un poco. A qué se refiere con esta última
afirmación.
No es nada que no se haga en otras disciplinas médicas que han
extraviado menos su rumbo que la psiquiatría. Los cánceres de
mama no se clasifican por la dureza o la proximidad a la
areola del tumor. Se clasifican en grado I o grado n según lo
que la práctica indica que es la respuesta esperable a cada
uno de los procedimientos disponibles para actuar sobre ellos.
Y esa clasificación permite determinar cuál es el protocolo
que va a aplicarse a un paciente dado y qué cabe esperar que
suceda con él (qué parece más probable a la vista de lo
sucedido con otros pacientes similares). El pragmatismo de los
cirujanos ha enseñado a los oncólogos a dirigir su pensamiento
de la intervención a los síntomas, más que de los síntomas a
la intervención.
En psiquiatría sucede hoy exactamente lo contrario. Poseídos
por lo que a mi me gusta llamar la ilusión de Pinel (uno de
estos prtotopsiquiatras a los que me refería antes) los
psiquiatras se esfuerzan por observar los síntomas esperando
que estos (convenientemente pasados por el cluster analysis)
dibujen solos entidades para las que ya alguien (¿la industria
farmacéutica, quizás?) encontrará después remedios apropiados.
Los intentos de encontrar remedios cada vez más específicos
para cuadros cada vez mejor definidos han fracasado. Los
remedios más específicos (antes señalábamos el caso de los
antidepresivos ISRS) han resultado aplicables para cuadros que
no tienen relación entre sí en nuestras nosologías. Y esto no
ha sucedido sólo con los psicofármacos. Es bien conocido el
caso de Cristopher Fairburn, quien para proporcionarse una
intervención placebo manualizada con que comparar la terapia
cognitivo-conductual de la bulimia nervosa decidió utilizar el
manual de terapia interpersonal de Klerman para el tratamiento
de la depresión. Lo que sucedió fue que, aunque la terapia
cognitivo-conductual producía mejores resultados al terminar
las 18 sesiones de tratamiento, los resultados a 6 y 12 meses
de las pacientes que habían recibido terapia interpersonal
(que seguían mejorando después de terminada la terapia) eran
incluso mejores. De este modo, Fairburn descubrió (que no
inventó) la terapia interpersonal de la bulimia nerviosa. Algo
parecido había pasado antes con un antidepresivo como la
clorimipramina.
Podemos congratularnos de tales descubrimientos. Pero, aunque
nos sirvan para atender mejor a nuestros pacientes, lo que en
definitiva muestran es que en nuestro trabajo como
clasificadores no ha respondido a nuestras expectativas.
Tendremos que plantearnos que enseñanzas podemos extraer de
ello.
Entonces usted cree que la investigación se ha visto dirigida
por este prejuicio.
La investigación en el terreno de la psicofarmacología se ha
visto relativamente encorsetada por este prejuicio. En el
terreno de las intervenciones psicosociales los efectos están
siendo devastadores. Guiados por esa idea se pretende
organizar la investigación sobre la eficacia de las
intervenciones psicosociales (y, posteriormente, establecer su
indicación y su pago) a partir de las categorías delimitadas
por los flamantes nuevos sistemas consensuados de
clasificación. Las diversas listas de psicoterapias
empíricamente validadas que han reunido diversos grupos (entre
los que destaca la Asociación Americana de Psicología) están
configuradas de este modo, y tienen como epígrafes diversas
categorías del DSM bajo las que figuran listados de
intervenciones que generalmente comienzan con la expresión
terapia cognitivo-conductual o terapia interpersonal y acaban
con el nombre de la categoría o de una subcategoría.
Hasta que los grupos encabezados por Beck y Klerman (a cuya
orientación aluden estos prefijos), decidieron, a finales de
los años 70, someter su trabajo a la prueba del ensayo clínico
aleatorizado, había un consenso entre los psicoterapeutas
acerca de que las categorías diagnósticas, tal y como las
dibujaban las clasificaciones, no eran una guía útil para el
trabajo práctico con los pacientes. Hoy se han propuesto
múltiples sistemas de constructos que sí lo son, y que han
conseguido, muchas veces a través de un trabajo finísimo de
investigación, dotarse de un respaldo empírico. Pero la falta
de correspondencia entre estos sistemas y las clasificaciones
al uso hace difícil que este trabajo pueda pasar el filtro que
la comunidad psiquiátrica neopineliana se está organizando
para imponer, bajo la bandera de la medicina basada en
pruebas, a toda información que pueda llegar a sus miembros.
Que las enfermedades son constructos, decía usted, formas de
malestar para los que la sociedad ha acordado conceder a quien
lo sufre un rol de enfermo. ¿No es esa visión muy idealista,
muy sociologista? ¿No olvida usted en demasía la determinación
de lo real? No se trata de defender que nuestras teorías son
calcos de la realidad pero de ahí a afirmar que la enfermedad
es un constructo… Jacques Bouveresse enfermará si le lee y le
aseguro que no construirá su enfermedad. ¿No hay ahí un salto
epistemológico excesivo? Por otra parte, ¿qué sociedad es esa
que acuerda tal cosa?
No creo que sea ni idealista ni sociologista, porque las
construcciones sociales no se producen sobre el vacío. Por
seguir con su ejemplo, lo que puede sucederle a Jacques
Bouveresse (espero que no) o a cualquier otro, es que la
emoción de indignación a la que le mueva un texto ofensivo se
traduzca en una estimulación muy importante de su sistema
autonómico que incluso puede a llegar a alterar de modo
irreversible el funcionamiento o la estructura de alguna de
las células que constituyen su soma (A esto Faustino Cordón lo
llama enfermar de arriba abajo; enfermaríamos en cambio de
abajo arriba cuando el mal funcionamiento de algunas células –
por la acción de un tóxico, por ejemplo, impide que realicen
su necesaria contribución al surgimiento de nuestro organismo
animal). Ahora bien, si decimos que esto es “ponerse enfermo”
(y no “endemoniarse”, “sentir que uno está en desacuerdo” o
simplemente “encenderse de santa indignación”) es porque
existe un consenso en llamar a eso enfermedad. Si esto es así
a Bouveresse le darán la baja, entenderán que no acuda a una
conferencia que tenía programada para hoy, su mamá le llevará
a la cama caldito y recortables y le prescribirán un
tratamiento parte del cual pagaremos entre todos con nuestros
impuestos.
Usted es presidente de la Asociación Española de
Neuropsiquiatría? ¿Qué es la neuropsiquiatría? ¿Cuál es la
situación de esta disciplina científica en nuestro país?
El nombre de la asociación es el que le pusieron sus
fundadores en 1924, una brillantísima generación de
psiquiatras que se consideraban discípulos de Ramón y Cajal y
que hicieron aportaciones en el campo de la neurología y en el
de la psiquiatría que eran dos disciplinas no bien
diferenciadas. Hoy la asociación lleva el subtítulo de
“Profesionales de la Salud Mental” y está constituida sobre
todo por psiquiatras, psicólogos clínicos, enfermeros y otros
profesionales de los que constituyen los equipos
interprofesionales desde los que se realiza hoy la atención a
los problemas de salud mental.
¿Y cuál es la situación de la salud mental en nuestro país?
¿Cree que se ha avanzado en los últimos años?
En los últimos treinta años hemos pasado de un sistema que
contemplaba el manicomio como una alternativa de atención para
los trastornos mentales graves y la desatención o una
caricatura de atención para los trastornos mentales comunes
(como la ansiedad y la depresión), a unos sistemas basados en
redes complejas de atención que integran múltiples
dispositivos como centros de salud mental, unidades de
hospitalización en los hospitales generales, hospitales de
día, centros de rehabilitación psicosocial, centros de día,
comunidades terapéuticas, alternativas de alojamiento
protegido o formas de atención domiciliaria… En definitiva se
están ensayando alternativas que son nuevas. Y, desde luego,
están surgiendo nuevos problemas…
En general, existe un acuerdo entre las comunidades autónomas
(que son las que tienen las competencias en la atención
sanitaria) y con los organismos europeos sobre cuál es el
modelo de atención que conviene desarrollar. Ese es el acuerdo
que reflejan los documentos europeos a los que antes hacía
referencia y el que se plasma en la Estrategia en Salud Mental
del Sistema Nacional de Salud, que se aprobó en el 2006. El
problema es que el grado de desarrollo de los distintos
elementos del modelo es muy diferente en unas y otras
comunidades autónomas y que, de hecho, existen importantes
desigualdades en los recursos dedicados a la atención a las
personas con trastornos mentales y en las prestaciones que
éstos reciben en unas y otras comunidades.
Creo que el modelo basado en la atención comunitaria es, sin
duda preferible al modelo institucional y coercitivo que le
precedió. A pesar de que, como le decía, con este se han
generado problemas nuevos entre los que la psiquiatrización o
psicologización de los problemas de la vida cotidiana y la
ilusión de que el malestar corriente puede ser objeto de
tratamiento en lugar de estímulo para actuar sobre el entorno,
no es el menor. Como tampoco lo es el que la mejora de la
salud se contemple sobre todo como una oportunidad para
desarrollar un mercado y sus objetivos puedan acabar
supeditándose al propósito principal de servir para realizar
beneficios. O el de que, en países como el nuestro el logro
del objetivo de mantener en la comunidad a las personas con
trastornos mentales graves se haga a costa del esfuerzo de
unas familias que cada vez responden menos a ese modelo de
familia tradicional que aunaba los recursos de tres
generaciones en un esfuerzo colectivo del que todos se
beneficiaban.
¿Malestar corriente? ¿Qué entiende usted por malestar
corriente? Por lo demás, dice usted, se contemple la mejora de
la salud como una oportunidad para desarrollar un mercado y la
realización de beneficios. ¿Podría concretar un poco más?
Me refiero al malestar, por ejemplo, que sigue a la muerte de
un ser querido. Lo sano es experimentarlo. Precisamente lo
morboso sería no sentir nada o sentir otra cosa.
En una economía de mercado como la nuestra la existencia de un
malestar remediable mediante un producto que se puede vender
es una oportunidad para realizar beneficios vendiendo ese
producto. Y esa oportunidad es la que determina, a veces, el
mayor interés prestado por la comunidad médica a determinadas
enfermedades. O la idea de que puede haber, por ejemplo, una
suerte de uso “cosmético” de los antidepresivos. Si alguien
dice que se encuentra mejor tomando una antidepresivo ¿Por qué
no vendérselo?
¿Qué mejoras introduciría usted en estos ámbitos? ¿Qué
aspectos le parecen de más urgente rectificación?
Hay que pensar que el modelo por el que abogan los documentos
a los que he hecho referencia, presupone el principio de que
la salud mental, como la salud en general, es una
responsabilidad comunitaria y es a la sociedad en su conjunto
a la que le corresponde el esfuerzo primero por promoverla y
prevenir su pérdida, y, luego, por atender del mejor modo
posible a las personas que no han conseguido mantenerla o
sufren las consecuencias de su pérdida. Es decir: nos remite,
de algún modo, a una idea de estado del bienestar que está muy
lejos de propuestas desrreguladoras que se han generalizado en
el planeta bajo los dictados del Banco Mundial, el Fondo
Monetario Intenacional u otras personificaciones del capital,
y que han sido disciplinadamente ejecutadas por gobiernos que
no siempre han sido conservadores (En España las políticas que
fueron desarrolladas en Estados Unidos e Inglaterra por Ronald
Reagan y Margaret Tatcher fueron entusiásticamente
introducidas en nuestro país por los gobiernos de Felipe
González). En la medida en la que el Estado del Bienestar
amenaza con pasar a ser considerado como uno más de los sueños
extravagantes de los sesenta, el modelo sanitario y de
atención a la salud mental que era coherente con él, resultará
insostenible.
Si obviamos lo anterior, hoy, podemos decir que en la mayor
parte de las comunidades autónomas, el sistema tiene
prácticamente todos o casi todos los elementos que debería
tener. El problema fundamental es el de las dosis en las que
los tiene. Berlín, con no mucho más de un millón de
habitantes, tiene más de tres mil plazas de alojamiento
protegido para personas con trastornos mentales graves. El
área que yo dirijo en Madrid, con trescientos ochenta y cinco
mil habitantes, tiene escasamente cuarenta. Tenemos una
tercera parte de los psiquiatras o de los psicólogos clínicos
que los países escandinavos tienen por cada cien mil
habitantes y entre veinte y cuarenta veces menos de enfermeros
trabajando en la comunidad que los ingleses.
Hay que asumir que atender en las condiciones que hoy sabemos
que son posibles a las personas que tienen trastornos mentales
es caro. Seguramente no es más caro que trasplantar hígados o
caras o que poner prótesis de cadera o de rodilla. Pero es
mucho menos lucido. Los avances de la cirugía ocupan las
primeras planas de los periódicos. Que hoy (como ayer y como
mañana) también ha visitado alguien en su casa a un
esquizofrénico que, de otro modo, estaría llevando una
existencia infrahumana en una institución, en la calle o en la
cárcel no es noticia. Y menos en un momento en el que
promulgar leyes que permiten encerrar sin ninguna garantía a
seres humanos por el único delito de haber nacido en otro
sitio proporciona votos.
¿Tan desaprensivos, tan inhumanos ve usted a nuestros
dirigentes políticos y a los directivos de los medios de (des)
información?
En absoluto. No es una cuestión de maldad de los individuos,
sino de irracionalidad de un sistema económico y político.
Por lo demás, hablaba usted de visitas a casas de
esquizofrénicos. También de sus visitas a nuestras casas
podríamos añadir. ¿Qué tipo de vida puede llevar un
esquizofrénico? ¿El término no engloba casos muy distintos?
Sabemos que muchos tipos de vida. Y que en buena medida cuál
de ellos van a llevar depende de los que hagamos para
atenderlos.
Y, tiene usted razón, seguramente lo que llamamos
“esquizofrenias” engloba condiciones muy distintas y, con toda
seguridad, las personas a las que llamamos “esquizofrénicos”
son tan distintas entres sí como las personas a las que
llamamos “reumáticos”.
¿Conoce algún país que quizá sea no un modelo pero sí un lugar
de referencia en la forma en que trata la salud mental y los
enfermos?
Nosotros deberíamos compararnos con los países de nuestro
entorno inmediato. En Europa, algunos gobiernos, como el
británico, han incrementado en los últimos pocos años, los
fondos dedicados a la atención a la salud mental de un modo
muy significativo, poniendo en marcha programas por los que
han visto la luz, además de los importantes recursos que ya
existían anteriormente, los equipos de tratamiento asertivo
comunitario, los equipos de atención en crisis o los equipos
de atención temprana. El 31 de julio de 2007, el ministro de
sanidad de ese país anunciaba la puesta en marcha de los
primeros equipos del plan por el que el Servicio Nacional de
Salud va a dotarse de los diez mil psicoterapeutas que
calculan que son necesarios para ofrecer psicoterapia como
tratamiento de rutina para pacientes con ansiedad o depresión.
Y, esto último, lo hacen porque, según un informe de la London
School of Economics, podrán pagarlos con lo que se ahorren en
pensiones si, con su trabajo, consiguen reducir de media un
mes la incapacidad laboral debida a esos trastornos en el
Reino Unido.
Para la psiquiatría ¿tienen algún interés las teorías y
prácticas que surgen del psicoanálisis y de sus diferentes
corrientes?
Históricamente, el psicoanálisis tuvo un efecto irreversible
no sólo sobre el modo de contemplar la salud mental y sus
alteraciones, sino en el modo en el que nuestra sociedad
noroccidental se contempla a sí misma. La práctica del
psicoanálisis tal y como fue concebida por Freud y como sigue
siendo practicada por los psicoanalistas ortodoxos ocupa hoy,
indiscutiblemente, un lugar marginal en la atención a la salud
mental y a sus alteraciones. Pero muchas de sus ideas y de sus
descubrimientos son la base de los modos de hacer de los
clínicos que trabajamos en el sector público tanto con
personas que sufren trastornos mentales comunes como con
pacientes graves. Y algunos de sus desarrollos se han visto
confirmados por alguno de los descubrimientos de los
neurocientíficos que estudian el desarrollo, que, muy
frecuentemente, han construido sus hipótesis en base a
observaciones de los psicoanalistas.
¿Podría citarnos algún ejemplo de esta última consideración?
El más claro es el de los psicoterapeutas infantiles que han
acabado produciendo los desarrollos de lo que se ha llamado la
neurobiología relacional, como Stern o Siegel (Cuyo libro
sobre el desarrollo de la mente acaba de traducirse al
castellano) que han podido encontrar lazos entre lo que
sabemos del desarrollo y el funcionamiento del sistema
nervioso central y los hallazgos de los teóricos del apego o
los de los que han estudiado los efectos de las experiencias
traumáticas sobre la salud mental.
¿Puede hablarse psiquiatría o sería mejor hablar de tendencias
psiquiátricas? ¿Hay un paradigma dominante y aceptado en el
seno de esta comunidad científica?
Puede hablarse de psiquiatría como puede hablarse de medicina
o de arquitectura o de ingeniería de puentes. Hay un cuerpo de
conocimientos y de prácticas sobre los que existen acuerdos y
puntos de vista sobre cuestiones que nos se consideran bien
resueltas o que son opinables, porque la psiquiatría, la
medicina, la arquitectura o la ingeniería deben producir un
producto que debe ser considerado útil y aceptable por una
sociedad que no es monolítica y cuyas necesidades cambian.
Los momentos en los que la psiquiatría y la psicología eran un
campo de batalla en el que se enfrentaban escuelas que partían
de presupuestos incompatibles, hablaban lenguajes
intraducibles y se proponían objetivos irreconciliables,
pertenecen al pasado.
Ello ha tenido que ver con dos fenómenos que, a mi modo de ver
merecen una valoración diferente. El primero es que ha habido
una suerte de movimiento integrador que nos ha obligado a los
clínicos (movidos por la insatisfacción de encontrar que los
resultados conseguidos desde el dogmatismo de cualquier
escuela no eran óptimos) a intentar incorporar los hallazgos
de los de las otras escuelas, a cuestionar aspectos de la
propia o a intentar pensar al margen de ninguna. Esto no sólo
se ha dado en el interior, por ejemplo, del campo de las
psicoterapias. Se ha dado, a veces en los límites con otras
disciplinas, de modo que, por ejemplo, algunos de los más
recientes avances de la psicoterapia han bebido en hallazgos
de los neurobiólogos o los genetistas y en conversación con
ellos (Y al revés). Esto – algo con lo que Freud soñaba - me
parece algo muy positivo.
A la vez, la corriente dominante de la psiquiatría se embarcó
en los ochenta en un especie de encarnación para la profesión
del pensamiento único. Partiendo de la constatación de que la
existencia de que los psiquiatras de cada escuela y de cada
país unas veces utilizaban términos idénticos para designar
fenómenos completamente distintos y, otras, llamaban de forma
diferente a los mismas cosas, la Asociación de Psiquiatras
Americanos por un lado y la Organización Mundial de la Salud
por otro, se empeñaron en construir con un lenguaje común unas
clasificaciones de los trastornos mentales que los definieran
con criterios operativos, sin emplear para ello constructos
teóricos que pudieran rechinarle a alguien y de modo que
aplicando el manual, estuviéramos seguros de que cualquier
psiquiatra del mundo, perteneciera a la escuela que
perteneciera, iba a utilizar el mismo término ante el mismo
cuadro clínico. Esto dio lugar a los manuales llamados DSM y
CIE.
¿Y qué papel juegan estos manuales psiquiátricos?
Inicialmente ambos manuales pretendían servir para hacer
estadísticas. Pero posteriormente, lo que debería haber sido
un instrumento, se ha convertido en el organizador del
pensamiento psiquiátrico cuando no en la disculpa para evitar
tener que pensar. Además, las categorías diagnósticas
sacralizadas por esos textos se han convertido en el eje de la
actividad investigadora, construida sobre la idea de que para
una de ellas debería existir un remedio específico (lo que,
como comentaba antes, ha resultado aproximarse muy poco a la
verdad). Pero sobre esta base se ha construido un edificio
cuyo resultado práctico ha sido que el pensamiento ha sido de
algún modo expropiado a los clínicos, a los que los problemas
les llegan resueltos por los gestores y la industria
farmacéutica que, por otro lado, dominan la formación,
distribuyen los fondos de investigación y mantienen bajo
control a las publicaciones, perpetuando el círculo.
¿Quiénes dice usted que dominan la formación, las
publicaciones y distribuyen fondos de investigación? ¿Las
corporaciones farmacéuticas? ¿Los gestores políticos? Si es
así, ¿por qué se permite? ¿Dónde está la autonomía y
desarrollo libre y creativo del conocimiento?
Las corporaciones farmacéuticas, los gestores políticos y las
empresas que controlan el gran negocio de la producción y la
publicación científica, como Thompson-Reuter, propietaria del
concepto de “factor impacto” del que se valen nuestras
universidades e institutos de investigación para seleccionar
los investigadores.
Insistiendo sobre lo anterior. Sugiere usted entonces a los
profesionales de la salud mental que arrojen los dos manuales
citados -el DSM y el CIE- al archivo de los libros inútiles
y/o malintencionados.
No exactamente. Y desde luego, no malintencionados. Estos
instrumentos han cumplido un papel en la generación de un
lenguaje común, útil para muchos propósitos (administrativos,
epidemiológicos…). Pero no idóneo para otros, como el
desarrollo de nuevos recursos terapéuticos
¿Queda algo de la antipsiquiatría de los años 60’ y 70’?
¿Debemos seguir reivindicando la apertura de los centros
psiquiátricos, acaso su humanización? ¿Cree que se cometieron
excesos, que Laing o Basaglia, por ejemplo, politizaron en
exceso un campo médico?
La crítica que hicieron gentes como Laing, Cooper, Szazs,
Goffman o Jervis (De quien tuve la primara noticia por una
entrevista en El Viejo Topo) sirvió de motor a
transformaciones que hoy son irreversibles, aunque para la
psiquiatría académica estos sean hoy autores olvidados.
Seguramente ha habido otros muchos factores que han
contribuido a que esto sea así, pero hoy a nadie le extraña
que los sistemas de atención a la salud mental puedan
prescindir completamente de algo parecido a lo que fueron (Y,
lamentablemente siguen siendo en algunos sitios) los
manicomios.
Y las intervenciones familiares en pacientes psicóticos, por
poner un caso, aparecen como recomendadas en todas las guías
de práctica clínica. En esto hay una deuda con esos autores
como la que hay, en un campo más general, con el mayo 68
respecto a muchas de las cosas que hoy consideramos normales
en nuestra sociedad. Laing fue un psiquiatra brillante que
recuperó para el pensamiento psiquiátrico tradiciones
fructíferas que se habían abandonado después de la guerra
mundial y que supo reconocer lo creativo de algunas
aportaciones nuevas. Y un buen escritor.
El caso de Basaglia y Psiquiatría Democrática en Italia es aún
menos discutible. Y no me parece que lo que hicieran fuera
politizar el campo de la atención a la salud. Lo que hicieron
fue utilizar un instrumento político muy bien construido – la
Ley 180 que prohibía los manicomios y que hoy Berlusconi ha
propuesto revisar – para lograr un objetivo que no podía
lograrse sin una intervención de la política.
En la izquierda solemos poner mucho énfasis en aspectos
ambientales y solemos percibir con ojos sesgados y oídos pocos
atentos los análisis que apuntan a herencias genéticas y
afines. ¿Cree que hay aquí error, desenfoque, ensoñación,
confusión teórica? ¿Está o no está en los genes? Para ser más
concreto, ¿un esquizofrénico nace o se hace? ¿Es la sociedad
la que nos enferma?
Debajo de ese sesgo hay el prejuicio según el cuál las
intervenciones que podemos hacer sobre un determinado
trastorno han de ser de la misma naturaleza (bioquímica o
psicosocial) que su causa. Y a una cierta tradición de
izquierda, nos ha sido cómodo imaginar intervenciones en el
entorno social, porque es lo que estábamos haciendo con otros
propósitos en otros campos, y duro aceptar la resignación que
impondría suponer que las alteraciones de base eran
inmodificables y venían marcadas por la naturaleza, porque
parecía que uno empieza aceptando esto para las enfermedades y
tiene que acabar aceptándolo para las diferencias de clase, o
algo así. Pero la actitud a la que hace referencia, y este
prejuicio subyacente, no son más que eso, un prejuicio, un tic
de los que, de hecho, han actuado como obstáculos al
pensamiento crítico.
Lo que hoy sabemos es, precisamente, que la interacción entre
lo heredado y lo adquirido es sumamente compleja. En congresos
y publicaciones es muy frecuente encontrar genetistas
fascinados con el descubrimiento del ambiente y
psicoterapeutas con el de la genética y lo heredado.
Por ponerle un ejemplo que ilustre esto: Los estudios de
primates han proporcionado un modelo animal para trastorno
borderline de la personalidad. En un artículo de 2005, sobre
trastornos de la personalidad, el psicoanalista Glen Gabbard,
considerado el principal vocero de la psicoterapia
psicodinámica americana, nos resume algunos experimentos
llevados a cabo con macacos Rhesus. Entre un 5 y un 10% de los
macacos rhesus son propensos a la realización de piruetas
peligrosas en las que se dañan gravemente y exhiben desde
antes de la pubertad conductas socialmente inadmisibles por la
manada que les llevan a maltratar a los monos más débiles y
arriesgarse imprudentemente con los más fuertes. La presencia
de este tipo de comportamientos parece estar en relación con
el metabolismo de la serotonina. Se ha detectado una relación
inversa entre las medidas del metabolito ácido 5-hidroxiindolacético
(5-HIAA) en líquido cefalorraquideo, y la propensión a estas
conductas impulsivas. Sin embargo la propensión heredada
parece modificarse con las experiencias de apego: los monos
criados por madres muestran consistentemente una concentración
más alta de este ácido 5-hidroxiindolacético que los que se
han creado entre coetáneos y sin madre. El gen del
transportador de la serotonina presenta variaciones en su
región promotora que dan lugar a dos alelos (variaciones)
diferentes. El alelo corto confiere una menor eficiencia para
la transcripción a esta región promotora, lo que se podría
traducir en una disminución de la función serotoninérgica. Sin
embargo, como nos cuenta Gabbard, lo que las personas que han
investigado con estos monos han encontrado es que los monos
con el alelo corto no presentan diferencias en su
concentración de 5-HIAA con los del alelo largo si han sido
criados por madres, mientras sí lo hacen si han sido criados
por coetáneos. Paralelamente, los macacos con alelo corto
exhiben muchas más conductas agresivas que los del alelo largo
si han sido criados por coetáneos y esta diferencia no existe
entre los criados por madres, que tienen ambos el mismo nivel
de agresividad que los criados por coetáneos con alelo largo.
Aún más llamativos son los resultados de un experimento en el
que se pone al alcance de los monos una bebida alcohólica. De
los monos criados por coetáneos, los monos con el alelo corto
muestran una mayor propensión que los otros a consumir mayores
cantidades de alcohol. Sin embargo entre los criados por
madres, los monos del alelo largo consumen más alcohol que los
del alelo corto, lo que parece que pondría de manifiesto que
el alelo corto del gen del HTT podría determinar la presencia
de patología en los monos con una experiencia de crianza
subóptima mientras que podría ser adaptativo en monos con una
crianza segura. Gabbard señala la importancia de estos
hallazgos para la psicoterapia, ya que esta podría entenderse
como una de las experiencias que modifican la expresión de los
genes en la acción humana.
Pero usted está hablado de monos, de primates… ¿No habíamos
hablado del ser humano y de su singularidad lingüística por
ejemplo?
Bueno: nosotros somos precisamente unos primates que tienen
capacidad de hablar. Primates en los que, precisamente por
eso, la relación con el ambiente es aún más compleja y más
sometida a mediaciones.
De acuerdo. Prosiga, si le parece, con su anterior
explicación.
Por otro lado, la decodificación del genoma humano ha sido,
sin duda, un importante avance de los biólogos y abrirá
posibilidades de tratamiento, hasta hace poco insospechadas,
para algunas enfermedades. Pero su comparación con otros
genomas paralelamente descodificados (de la mosca del vinagre
al chimpancé), hace insostenible la ilusión, que no hace mucho
hay quien proclamaba sin vergüenza, de que, de algún modo,
aquella cinta de ADN contenía el destino del organismo que
surgía de la acción conjunta las células que la formaban. En
un magnífico artículo publicado en 2005, el genetista Kendler
criticaba algunos de estos mitos que los médicos en general y
los psiquiatras y psicólogos clínicos en particular, hemos
asumido acerca de la genética y, resituando en su lugar los
conocimientos adquiridos en los últimos años, nos invita a
volver los ojos al ambiente y, sobre todo a la relación
compleja y bidireccional entre ambos. Según este trabajo, no
es que aún no sepamos cuál es el gen de la esquizofrenia. Es
que ya sabemos no sólo que no hay un gen de la esquizofrenia,
sino que si queremos entender el papel de lo genético en la
vida en general y en el enfermar en particular, tendremos que
abandonar la óptica que Kendler llama preformacionista (según
la cual la vida no es más que un desarrollo del contenido de
los genes) y construir modelos complejos que permitan dar
cuenta de la interrelación de lo heredado con el ambiente (o,
mejor, con el medio). Kendler nos plantea que quizás tenga más
sentido buscar un gen para algo como la “búsqueda de novedad”
o la “evitación del daño”, que hoy se consideran rasgos del
carácter o del temperamento, y rastrear la interacción de
estos rasgos con los posibles ambientes en los que se pueda
producir el desarrollo, que para una entidad como la
esquizofrenia, entendida como una entidad morbosa existente en
la naturaleza y que, de algún modo, se encarna en un paciente.
Déjenme preguntar con palabras y pensamientos de otros. Habla
usted de ambiente, de afectos, de entornos sociales,
comunitarios. ¿Cómo puede pensarse que esas condiciones
intervengan en el desarrollo bioquímico de un individuo? ¿No
hay, nos guste o no, de forma muy constante,
independientemente de los entornos sociales y afectivos, un 1
por 100 de esquizofrénicos, por ejemplo?
Porque lo que los teóricos del desarrollo a los que refería
antes lo que nos han enseñado es que la experiencia modela el
desarrollo del sistema nervioso central en su estructura y su
funcionamiento haciendo que se expresen o no potencialidades
heredadas. Probablemente las diferencias entre los entornos en
los que viven los seres humanos que integran las sociedades
contemporáneas no son tan importantes como para producir
grandes diferencias en la cantidad de personas que desarrollan
cuadros esquizofrénicos y por eso la prevalencia de este
trastorno es más o menos del 1% en todos los países (Hay quien
ha dicho que la esquizofrenia es el precio que ha pagado la
especie humana por el desarrollo del lenguaje). Pero también
sabemos que el pronóstico de la esquizofrenia (en términos de
calidad de vida) es mejor en las sociedades rurales que en las
urbanas. Y que en estas es diferente según cómo sean los
sistemas de atención.
Le cambio de tema. ¿Por qué cree que tantos soldados (y tantos
mercenarios) que intervienen en guerras, como la actual guerra
de invasión de Iraq, necesitan tratamiento psiquiátrico y
psicólogo? ¿Qué ocurre en sus mentes, qué pasa en sus almas?
Sabemos que determinadas experiencias que llamamos
traumáticas, caracterizadas por suponer un cuestionamiento de
las creencias básicas (que los demás no son malos, que el
mundo es predecible…) que nos permiten afrontar la vida
cotidiana pueden alterar la salud mental. También sabemos que
la mayor parte de las personas que las sufren no quedan
crónicamente alteradas. La metabolización de esas experiencias
es más fácil para personas que las viven en entornos que
pueden conferirles un sentido. Los soldados o mercenarios,
cuando las sufren vuelven a entornos en los que sus
experiencias son extrañas, no compartidas. Eso los hace más
vulnerables. El haber descrito las entidades clínicas en las
que puede traducirse esa alteración y el haberlas convertido
en objeto de indemnización, paradójicamente ha hecho más
visible y ha añadido un factor más para la cronificación de
estos trastornos.
¿Puede curarse una enfermedad mental? ¿Cómo actúa la química
en estos casos? ¿Qué cura cuando cura? ¿Por qué en algunos
enfermos son eficaces ciertos fármacos y en otros en cambio se
necesita probar con otros medios?
Lo que llamamos trastornos mentales comunes, como los
relacionados con la ansiedad y la depresión que pueden afectar
alguna vez en la vida hasta una de cada cuatro personas,
remiten con o (aunque sea más lentamente) sin tratamiento. En
los trastornos mentales graves, como la esquizofrenia o el
trastorno bipolar, no hablamos de “curación” pero su curso, y
las consecuencias que tienen sobre la vida de las personas,
mejoran enormemente con el tratamiento, que, hoy,
generalmente, debe incluir un componente farmacológico y un
componente psicosocial.
En cuanto a por qué unas personas responden a unas medidas y
otras no, lo que sabemos seguro, más allá de las ilusiones de
lo que se ha llamado la medicina basada en la evidencia, es
que los tratamientos no pueden ser “café para todos” y que,
como me gusta repetir cuando hablo de la formación de futuros
profesionales, si me dieran a elegir una sola capacidad a
desarrollar por estos, elegiría la de personalizar, la de
adaptar la intervención a las características particulares de
cada paciente y su entorno.
¿Un enfermo mental puede llegar a vivir una vida, digamos,
normalizada?
Hoy la recuperación (ese reinsertarse en la vida normalizada)
es el objetivo que se considera aceptable en la atención a los
trastornos mentales graves. Desde luego que la recuperación
puede exigir, en los trastornos mentales graves, como norma,
la atención de por vida. Pero la recuperación es posible.
¿Cuáles son las principales tareas que realiza la Asociación
Nacional de Neuropsiquiatría que usted preside?
La Asociación Española de Neuropsiquiatría aunó, desde su
fundación en 1924 su papel de sociedad científica con el de
elemento de denuncia y lucha por la reforma del sistema de
atención a la salud y la enfermedad mental. En 1977 cuando una
candidatura de izquierdas (formada por los psiquiatras que
habían participado en los intentos de reforma que se
produjeron en condiciones a veces de extrema dureza, en los
últimos años del franquismo) desplazó a los psiquiatras que la
dirigieron desde después de la guerra, se convirtió en una
asociación interprofesional, incorporando profesionales no
psiquiatras, lo que dio lugar a que los psiquiatras
desplazados, más vinculados a los medios académicos, se
agruparan en otra asociación que se llama Sociedad Española de
Psiquiatría. La AEN ha jugado un papel de impulsor crítico de
las reformas que ha experimentado en los últimos treinta años
el sistema de atención a la salud mental. Hoy, la AEN,
pretende mantener esas señas de identidad originales,
manteniendo una independencia tanto de la industria como de la
administración. Frente a otras asociaciones profesionales se
ha caracterizado por defender sobre todo el sistema de público
de atención a la salud y el modelo comunitario y ha hecho
especial hincapié en la importancia de las intervenciones
psicosociales, la necesidad de entender la atención a la salud
mental como un proceso que exige una actividad
interprofesional y como un campo de enfrentamiento entre
corporativismos. Y, sobre todo, pretende hacerlo manteniendo
una actitud crítica. Ahora enfrenta el desafío de adaptarse a
un marco europeo nuevo, en el que el papel de las asociaciones
científicas va a ser importante y muy distinto al tradicional.
Y ello está requiriendo no poca imaginación y esfuerzo en
cuestiones como la delimitación del campo de actuación de los
profesionales de la salud mental (Y por tanto de los conceptos
de salud y trastorno mental), la generación de criterios para
la práctica clínica, la difusión de ideas y alternativas, la
colaboración con otras entidades como las asociaciones de
usuarios y familiares, la protección de los derechos humanos y
la lucha contra el estigma que aún sufren las personas con
trastornos mentales.
Como usted sabe, en la psiquiatría española de los años
cuarenta –citemos al señor Vallejo Nájera-, se diagnosticó de
locura el compromiso político republicano y rojo. ¿Cómo pudo
llegarse a una cosa así? ¿Cómo un científico puede defender
con ahínco, y con las consecuencias conocidas, una concepción
teórica de esas características? ¿Tan fuerte es la ideología,
el poder político, el fanatismo fascista?
No estoy muy seguro de que el Dr Vallejo Nájera fuera
exactamente un científico. Y, si me apura, le diré que ésta
(por mucho que sea estúpida) no me parece de las cosas más
monstruosas a las que ha dado lugar el fanatismo fascista.
Entrevista con el
psiquiatra Alberto Fernández Liria.Rebelion.es
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