06 de Julio de 2009
Crónica de la derrota: secretos de la habitación 1911
En el día más duro de su carrera política, Néstor estuvo
siempre con su hijo Máximo y Cristina. “Perdimos por una
diferencia miserable”, se lamentó.
Cuando Máximo, su hijo, al mando de la computadora instalada
en la suite presidencial del búnker, le avisó que ya se
había escrutado el 25% de los votos, Néstor Kirchner supo
que su sueño se había terminado. “Ya está; perdimos por una
diferencia de votos miserable”, se lamentó frente al puñado
de ministros y secretarios de Estado que lo acompañaron la
noche del domingo 28, según reconstruyeron algunos de ellos
a Crítica de la Argentina. La presidenta Cristina estaba
callada, sentada a su lado. Sólo cuando tuvo la certeza
final de que el oficialismo –su marido– había sido derrotado
en la provincia de Buenos Aires, llamó a cada uno de los
gobernadores.
La derrota era un hecho. Aun así, Kirchner estaba desolado y
no reaccionaba. Esperó hasta las dos de la mañana para
enfrentar las cámaras y decir, por primera vez en su carrera
política, que había perdido. Momentos antes de hacerlo, se
paralizó y varios de sus ministros lo vieron como nunca
antes: se sentó durante cinco largos minutos en un sillón,
mirando al vacío, sin decir nada. Cuando se levantó, entró
en la habitación donde estaba Máximo. Allí se reunió con el
gobernador Daniel Scioli y su vice, Alberto Balestrini; el
jefe de Gabinete, Sergio Massa, y el ministro del Interior,
Florencio Randazzo, y ordenó a sus asesores en comunicación:
“Avisen que vamos a bajar”.
Esa escena, en realidad, casi se produce poco después de las
once de la noche. Por pedido de su compañero de fórmula,
Scioli, Kirchner estuvo a punto de aceptar públicamente que
había sido derrotado mucho antes de lo que lo hizo. Pero el
jefe territorial de La Matanza, Balestrini, lo convenció de
que debía esperar a que se contaran más votos de su
distrito, el más populoso del país. Lo mismo repetía, muy
conmovido, el jefe de Gabinete de
Scioli, Alberto Pérez: “No puede ser, no puede ser.
Hay que esperar los votos de La Matanza”.
En la habitación 1911 del hotel Intercontinental, decorada
con cuatro plasmas sintonizados en los canales de noticias,
los miembros del gabinete que son además experimentados
dirigentes del PJ bonaerense habían perdido toda esperanza
hacía varias horas. El jefe de Gabinete, Sergio Massa,
mandamás de la localidad de Tigre, entendió que la cosa
venía muy difícil cuando sus fiscales contaron las mesas de
Don Torcuato: su fórmula sacaba un promedio de 90 votos
contra 80 de Francisco de Narváez. En la última elección
presidencial, Cristina Kirchner, en ese mismo lugar, había
conseguido más de 150 votos por mesa. Aun así, hasta el
final, Massa chequeó los números de los distritos en una
notebook, sentado en el piso alfombrado.
En el miniliving de la 1911, el ministro de Justicia y
Seguridad, Aníbal Fernández, llamaba a los intendentes del
sur del conurbano para conseguir información: todas malas
noticias. “Vamos a tener que contar voto a voto. Venimos
cabeza a cabeza”, se quejó. En una mesa se lucía un catering
que casi nadie había tocado. Para Cristina, como siempre, se
habían servido frutas.
Kirchner estaba rodeado por su círculo más íntimo. Su hijo,
Máximo, pasó todo el tiempo a su lado, frente a la
computadora. Cristina no podía creer que habían perdido,
también, en Santa Cruz. Sus coterráneos y amigos, el
secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini, y el jefe de
la SIDE, Héctor Icazuriaga, buscaban explicaciones para un
escenario que jamás habían imaginado. Se los dio el ministro
de Planificación Federal, Julio De Vido, cuando llegó de Río
Gallegos, donde había votado: “El peronismo estaba
desmovilizado. Fue un error”.
Scioli sufrió como
Kirchner. Como él, jamás había perdido una elección. En el
piso de abajo, el 18°, en una habitación similar a la de los
K, lo esperaba su familia y la tercera candidata de su
lista, Nacha Guevara, vestida espléndidamente con una boina
negra. Como los funcionarios, también miraba perpleja los
cuatro plasmas que transmitían los noticieros. En las
habitaciones contiguas, hacían lo mismo el resto de los
ministros nacionales, los dirigentes bonaerenses, el
sindicalismo y algunos intendentes. El único ministro que
subió a hablar con los Kirchner fue el de Trabajo, Carlos
Tomada. Los demás lo evadieron o no fueron invitados.
En el piso 17 se había
habilitado el restaurante del lugar como una especie de vip,
donde pululaba la dirigencia K de la Capital Federal, y su
candidato, Carlos Heller. Había, además, varios empresarios
de medios ligados al oficialismo.
Con el resultado confirmado, Kirchner hizo cuentas. Admitió
que la impugnación judicial del candidato Luis Patti había
aportado más del 2% de votos a De Narváez. Sus quejas, sin
embargo, se centraron en el candidato a diputado Martín
Sabbatella, ex intendente de Morón, que terminó sacando 402
mil votos, lo que representa el 5,5% del padrón bonaerense.
“Ocho de cada diez votos de Sabbatella hubiesen sido para
nosotros”. Tarde para el análisis. La desazón era absoluta.
La encarnaba, como nadie, el diputado ultrakirchnerista
Carlos Kunkel, al que se vio caminando muy pero muy abatido
por los pasillos del piso 19. Impactante.
Nicolás Wiñazki.