26 de Mayo de 2009
Algo está cambiando en la
estrategia K
Debe de haber ocurrido
algo entre el Néstor Kirchner que hace dos semanas
presagiaba el caos y el retorno a 2001 si el oficialismo
pierde la mayoría parlamentaria y el que horas atrás afirmó
en una entrevista radial concedida al periodista Samuel
Gelblung, en Radio Mitre, que "en la democracia se pierde o
se gana" y que no lo asusta perder diputados.
Algo tiene que estar
pasando para que el ex presidente asegure ahora que "sería
un acto de soberbia imprudente decir que estamos
absolutamente blindados" frente a los efectos de la crisis
mundial, cuando su esposa vociferó alguna vez en los Estados
Unidos que este país y Europa eran "los primeros que
necesitan un plan B".
El candidato hasta
habla de convertir la tribuna política en una "trinchera de
amor". Sólo le falta imitar a su doble de "Gran Cuñado" y
darse en público un piquito con la Presidenta. ¿Habrá un
nuevo Kirchner? Probablemente, nada de eso. Sólo un oportuno
cambio discursivo ante una necesidad política.
Dirigentes y asesores de
comunicación se cansaron de suplicarle al ex presidente que
moderara su mensaje público. Cuanta más crispación
demostrara, más se polarizaría el voto bonaerense. Ergo, más
y más votantes opositores se inclinarían por la lista
liderada por Francisco de Narváez con el único fin de ver
vencido al oficialismo. Finalmente, Kirchner pareció
entenderlo.
El titular
del PJ admite ahora que las elecciones en Buenos Aires se
ganan hasta por un voto. Sabe, sin embargo, que si algo así
sucediera, la única lectura sería una derrota. En el
kirchnerismo, desde hace unos días, se trabaja con hipótesis
de mínima para vacunarse ante cualquier desilusión.
Un
operador del ex presidente reconoce que, aun perdiendo en
cuatro de los cinco grandes distritos, si se gana en la
provincia de Buenos Aires y se logra el primer puesto en el
orden nacional con un porcentaje del 35 por ciento no se
estaría ante un mal resultado para unas elecciones de medio
término.
Pero a casi todos
en el PJ les resulta claro que una performance peor que ésa
provocaría que Kirchner quede el 29 de junio fuera de la
mesa en la cual se discutirá la sucesión presidencial. "No
debería pensarse por eso en una renuncia de la Presidenta.
Sólo acostumbrarse a la idea de que en la Casa Rosada habrá
un pato más rengo de lo esperado",
confió un dirigente K que no ocultó su satisfacción con el
discurso más mesurado que, por fin, ha comenzado a exhibir
el ex presidente.
Fernando Laborda, politólogo, en su columna del diario La
Nación,
flaborda@lanacion.com.ar
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NOTAS RELACIONADAS:
La política es cosa de caciques, no de ciudadanos
El juez federal Manuel Blanco, con
su decisión de avalar las candidaturas testimoniales, dio
una mala señal a la sociedad: la política seguirá siendo
confusa, llena de artimañas y alejada de la gente.
Desde 1983 hasta la
fecha, ¿mejoró la calidad de la política democrática o se
deterioró? ¿Tienen los ciudadanos motivos para sentir que
participan más que antes o tienen muchos más motivos para
sentir decepción y escepticismo?
En 2002,
durante el gobierno de Eduardo Duhalde hubo un atisbo de
comenzar una reforma política con la introducción de las
internas abiertas, pero se frustró inmediatamente, casi ese
mismo año, cuando el Congreso suspendió ese procedimiento.
Fue un mal signo. Esta semana, el juez Blanco no hizo nada
para reavivar aquella llama, que parece haberse apagado.
¿Alguien se animará a encenderla nuevamente?
Criticar la decisión de Blanco no significa criticar al juez
en sí mismo, ni tampoco, poner en tela de juicio las
calidades que pueda tener el gobernador bonaerense Daniel
Scioli o su par tucumano, José Alperovich, a quien otro juez
federal autorizó a presentarse como testimonial. …
Es cierto que Blanco
tiene una cuota de razón cuando dice que es la gente la que
puede condenar o premiar a los políticos. Pero surge una
pregunta: ¿es legítimo pedirle a la gente que opte entre
varios platos de comida cuando uno de ellos está envenenado?
..
¿Pero
es prolijo que un candidato pida a la gente que lo vote para
hacer un trabajo cuando él mismo no puede prometer si
realizará o no ese trabajo? Se espera que un hombre político
tenga una palabra seria y única.
A contramano de
las internas abiertas, de los debates públicos entre
candidatos y de otras prácticas transparentes, las
candidaturas testimoniales victimizan a sus propios
protagonistas y son oscuras: los ciudadanos advierten que
los políticos les mienten; no saben si están votando a un
candidato visible o, en realidad, asumirá el cargo otro
candidato que fue opacado por el testimonial. Los ciudadanos
tampoco saben si el candidato aparente ocupará el cargo, ni
mucho menos puede entrever porqué ese candidato, que ahora
es gobernador, renunciará a esa primera magistratura para
pasar a integrar un cuerpo colegiado como es el Congreso.
Los
ciudadanos, que según todas las encuestas son descreídos de
la política, tienen un nuevo motivo para dudar y alejarse de
los asuntos públicos.
Adrián Ventura, extracto
de su columna en el diario La Nación.
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Gran Cuñado sirve para
hacer una radiografía de los candidatos
Cuando la política es apenas una caricatura
Demos por sentado que el lector de esta nota
sabe, ya que se lo han repetido hasta el cansancio, que la
política se construye en los medios. Tampoco ignora, porque
lo ha comprobado con sus ojos, que los políticos viven
pendientes de su imagen. Los diarios le informaron que
algunos entregan esa delicada construcción visual y sonora a
agencias de publicidad como si se tratara, según los casos,
de presentar un nuevo jabón en polvo o reposicionar un
conocido yogur; que otros escuchan a asesores profesionales,
y que son pocos los que recurren sólo a su intuición y a
gente de confianza, ya sea por falta de plata o porque
piensan que su actividad es diferente de las que necesitan
mercadotecnia.
El lector también sabe, porque se lo han
explicado los investigadores académicos, que la gente mira
televisión de distintos modos. Que no confunde, por ejemplo,
un programa cómico con un noticiero y que decide en cada
caso a quién creerle y a quién no.
Todas estas explicaciones, no siempre
fundadas en otra cosa que no sea la opinión o los deseos del
investigador, se han esforzado en demostrar que la gente no
es manipulada por los medios, sino que tiene sus personales
estratagemas para creerles un poco, desconfiar otro poco,
mirar tonterías, pero desarrollar, al mismo tiempo, el
pensamiento crítico, etc. Si todo esto fuera exacto, no
habría por qué alarmarse frente a las audiencias que han
plebiscitado el modelo de Gran Cuñado . El problema
es que, cuando las papas queman, incluso los creyentes en la
soberanía ideológica de la "gente" empiezan a sentir el
resquemor de una pequeña alarma.
Por eso, los contenidos explícitos y las
audiencias del programa que incluye Gran Cuñado entre
los números de su variété han puesto nerviosos a casi todos
los que se juegan algo en las próximas elecciones, y el
ministro de Justicia ha tenido a bien informarnos que no
está entre sus planes "regular" el programa (¿de qué
instrumento se valdría si eso estuviera entre sus planes?).
En la televisión rige la ley de los grandes
números y, con ella, se abren las puertas del cielo o del
infierno. Esa ley también puede, eventualmente, regir para
diarios de circulación superior a los cien mil ejemplares,
que rebotan en las pantallas. La revista Barcelona ,
en cambio, publica cada dos semanas tapas
extraordinariamente ácidas, pero es una revista sobre papel,
de circulación mucho más restringida. La comicidad de sus
títulos y volantas no se basa en la imitación de nadie, sino
en el desvío de sentidos que hace que el chiste salte por
donde menos se lo espera. Las tapas de la revista (que
pueden verse en Internet) son mucho más corrosivas respecto
del estado general de lo político que las imitaciones de
Gran Cuñado .
Nadie se ocupa mucho de ellas porque
divierten a una pequeña burguesía que no decidiría su voto
así nomás. Barcelona hace humor político, no
imitaciones; por lo tanto, más que a la identificación (X es
x), apela a la distancia (X puede ser leído de modos
fluctuantes).
Con Gran Cuñado, la cuestión es
diferente, porque allí el humor es exclusivamente
caricaturesco (X es directamente la hipérbole de x):
Cristina se arregla las mechas; Néstor es bizco y desbocado;
Reutemann, mudo; Carrió lee profecías; Macri tiene una
incomprensible fonética de Barrio Norte, etc. La exageración
de unos cuantos rasgos produce el personaje. La risa es
inevitable, como en las imitaciones de cantantes, de
actores, de deportistas, tan espontánea como suele serlo
frente a las buenas imitaciones de aficionados. Los rasgos
imitados son los que definen una fisonomía por su lado más
cercano al grotesco. Por supuesto, el resultado de esta
representación caricaturesca es juzgado con ojos críticos
por el objeto de la caricatura, si piensa que así se revelan
sus puntos débiles a los potenciales votantes.
Fuera de una coyuntura electoral, ser
caricaturizado es, en cambio, un signo de notoriedad porque
sólo los famosos son personajes potenciales; por eso, los
políticos suelen coleccionar las caricaturas que de ellos
han publicado los diarios. La cuestión se pone peliaguda
cuando al narcisismo de ser lo suficientemente famoso como
para ser representado se opone la necesidad de juntar votos
que, hipotéticamente, se vería obstaculizada por los efectos
de la caricatura. El parnaso de Gran Cuñado sería la
gloria si se pudiera suspender la coyuntura electoral.
Ritualmente se menciona a Tato Bores como un
patrón del humor político televisivo, olvidando que no sólo
su talento fue singular sino que vivió en años menos
inclementes con los requisitos de la inteligencia.
Tato Bores trabajaba, en primer
lugar, con su propio cuerpo y voz: él se colocaba como
fundamento humorístico de sus programas. Los monólogos no
representaban a "otros" existentes, sino que mostraban a
Tato Bores interpretando un personaje; eran invención
cómica, no imitación caricaturesca. La ironía tenía un lugar
más importante que la parodia.
El hecho de que Gran Cuñado se haya
convertido en el hit de dos semanas de campaña electoral
habla de medios audiovisuales que han restringido su oferta
y que no se atreven a colocar a grandes cómicos en pantalla,
porque no están seguros de que así retendrían las
audiencias, acostumbradas a una televisión de aire que va a
lo seguro respetando la ley de los grandes números.
La caricatura y el
disfraz ocupan el lugar de recursos intelectualmente más
difíciles de manejar, como lo fueron la puesta en escena y
las ocurrencias verbales, casi surrealistas, porteñas sin
costumbrismo servil, de Tato Bores. El humor se sostiene por
la repetición de rasgos, la caricatura y la parodia. Pero
también por la ironía, por la distancia reflexiva y no sólo
por el pegoteo mimético con la realidad; por la invención
que convierte a un personaje en algo extraño y no sólo en la
gigantografía de su modelo; por la incorporación de signos
que no estaban antes en el diseño de una figura pública (un
ejemplo ya clásico es Carlos Menem con su silloncito,
dibujado por Hermenegildo Sábat). Las imitaciones son sólo
un capítulo del humor. Hoy parece ser casi el único que la
televisión pone en pantalla y, por lo tanto, el discurso se
concentra en ellas, con una mirada cuya hipnosis padecen los
políticos.
Se piensa que un desvío que
prescinda de la obviedad no puede conseguir más de cuatro
puntos de audiencia. La dieta humorística prescribe a su
público lo que se cree que puede digerir sin el menor
esfuerzo, y en un círculo verdaderamente pedagógico lo
inhabilita para practicar otros ejercicios de imaginación.
No sabemos cómo podría ser el público, y muchos de los
cautivos hogareños de la millonaria colonia de Gran Cuñado
no saben si les gustaría una televisión diferente.
El estado del
humor tiene una arista en común con el estado del discurso
político. En ambos casos se desconfía de que las audiencias
o los ciudadanos puedan interesarse por algo que no sea la
repetición. Es cierto que la política se sostiene por la
repetición, pero también por la innovación y la persuasión
del argumento, por la explicación detallada de problemas que
no son sencillos ni se pueden presentar solamente como
"aquello que le interesa a la gente", por la defensa de
ideas y no sólo de consignas. Incluso en la era del slogan
hay salida y es posible prescindir del lenguaje
estereotipado, si se confía en que los que votan pueden
entender que, para gobernar, es necesario encarar las
cuestiones más complejas y los problemas más intrincados.
Esto no debería convertir a los políticos en jefes de
trabajos prácticos de una cátedra universitaria, sino
enfrentarlos con su tarea: ser grandes traductores de las
cuestiones públicas.
Gran Cuñado
no sirve solamente para hacer un diagnóstico
de la televisión, sino de buena parte de los candidatos. Es
correcto recordar el magnicidio televisivo de De la Rúa
perpetrado por el mismo programa, pero sin sacar de allí
lecciones equivocadas: De la Rúa
cayó por sus propios méritos, entre los que se incluyó el
que un conductor de kermés televisiva lo tratara de un modo
que ahora no ha repetido con Kirchner.
El diagnóstico que facilita Gran Cuñado
tiene que ver con la dependencia de la política respecto
de medios audiovisuales, no simplemente en el sentido en que
todos afirman (no hay política sin televisión), sino en
otro: ambos discursos, el de la caricatura y el de la
mayoría de los políticos "reales" son demasiado elementales,
reducidos a un puñado de tics y de singularidades.
Tanto
el humor como la política argentina desconfían de nosotros.
Transcripción textual de la
nota de Beatriz Sarlo, escritora, en el diario La Nación.