04 de
Mayo 2006
Una novela que se convirtió en best seller describió el
problema
CLAUDIA PIÑEIRO
Los Urovich vienen de una familia fundadora de Altos de la
Cascada. Martín Urovich es hijo de Julio Urovich, y en aquella
época, cuando esto no era más que un casco de estancia loteado
entre amigos, nadie preguntaba de qué religión era el otro.
Era julio Urovich y punto. Pero con el tiempo, y aunque no se
dijera en voz alta, la religión se convirtió en un aspecto a
tener en cuenta a la hora de aceptar un nuevo socio. Esa debe
ser una de las pocas cosas que nunca me atreví a escribir en
mi libreta roja: que los judíos no son bienvenidos por algunos
de mis vecinos. (…). Los Urovich después de tantos años,
pasaron a cumplir un rol fundamental dentro del barrio: ser
ese amigo judío que garantiza que no discriminamos.
Estaba entrando y sonó el teléfono. Era Lila Laforgue, una
mujer de unos setenta años que vivía de forma permanente en
Altos de la Cascada, “socia de toda la vida” (…). “Decime,
¿son rusos?” El “rusos” me ubico como un chaparrón en el medio
de una calle desierta. “¿De la colectividad?”, le pregunte.
“porque, no es que yo tenga nada en particular, si nosotros
somos íntimos de los Urovich, pero es la densidad la que nos
preocupa, unos años mas y esto va terminar pareciendo a Macabi.
Y justo al lado de la casa.” “No creo (estos compradores) se
llaman Ferrere.” “Sefaradies. Yo conocí a un Paz que era, un
Varela que era. Te engañan con esos apellidos, y te terminan
haciendo meter la pata (…) Decime, ¿eso del porcentaje no
corre más?”
En Altos de Cascada, años atrás, cuando todavía el lugar
funcionaba más como un club de campo de fin de semana que como
vivienda permanente, existía una disposición que limitaba a un
diez por ciento el porcentaje de los integrantes de cualquier
colectividad que quisiera comprar una casa o un lote.
Cualquier colectividad. Dicen que hasta el mismo Julio Urovich
estaba en el Consejo cuando se aprobó la disposición, yo nunca
me atreví a preguntárselo. O sea que si la cantidad
correspondiente a una colectividad específica sobrepasaba el
diez por ciento, el próximo interesado de ese grupo en
ingresar en Altos de la Cascada debía ser rechazado. El
objetivo explicito era que el club no se convirtiera en “el
reducto exclusivo” de ninguna colectividad predominante. Pero,
de hecho, los únicos casos rechazados por aquella época fueron
judíos.
Lilita insistió. “¿y no hay acá un comité de selección
o algo así? Debería haber. No te lo digo solamente por los
judíos. A mi no me gusta discriminar, te digo en general, pero
seria bueno elegir un poco la gente. Esto no es una propiedad
horizontal donde te cruzas en un ascensor y nada más. Acá
compartís muchas cosas, hay una actitud mas integradora y a mi
no me gusta que me obliguen a integrarme con gente de la que
yo naturalmente no seria amiga. ¿Me entendes? No digo que sean
buenos ni malos, pero no es la gente de la que yo elijo. Y yo
tengo derecho a elegir, ¿o no? Este es un país libre (…) yo
estoy segura que en otros clubes hay algún tipo de mecanismo
de selección. Aunque no te lo blanqueen; ellos te dicen que es
una selección natural, pero no. Anda a buscar en los padrones
a ver si encontrás a un Isaac o a una Judith.”
Tengo amigas, colegas de otras inmobiliarias, que trabajan en
esos otros barrios que dice Lilita, ellas me cuentan. Cuando
se presenta un matrimonio con apellido judío lo primero que
intentan es desalentarlo para ahorrarse todos, los que quieren
comprar y ellas, un mal rato inevitable. Lo pasean por delante
de la capilla del barrio, aunque no esté de camino, le cuentan
que todos los chicos van a tal o cual colegio católico, le
muestran casa incomparables, o fuera de su presupuesto. Si
hace falta, terminan diciendo frases del tipo “este es un club
laico, obviamente, pero las familias que vienen son en su gran
mayoría católicas”.
Se complica cuando el cliente es un matrimonio mixto y es la
mujer la que pertenece a la colectividad judía; la cosa suele
pasar inadvertida hasta el día del boleto (…) Y tienen que
optar entre seguir adelante y que finalmente le rechacen la
compra con rodeos de distinto tipo, o enfrentarlos con la
verdad impúdica. Casi nadie opta por la verdad, y esperan que
los acontecimientos decanten solos ante la versión oficial de
rechazo, que es siempre ambigua e inimputable. Asegurarse de
antemano en ciento por ciento es imposible. Quien se atrevería
a preguntarle a un posible cliente “disculpe señor, ¿su señora
es judía?” (…) y siempre hay gente con un sexto sentido para
estas cosas, cazadores, como Lila Laforgue.
Me volvió a llamar Lila. “Te dije que eran paisanos.” “¿Ah,
sí?”, me hice la desentendida. “lo vi al nene bañándose en l a
pileta, desnudo. Tiene el pito cortado.”
*Fragmento de su libro Las viudas de los jueves.
Fuente: Diario Perfil, Suplemento
El Observador. 30.04.2006.
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